Me llevó quince semanas aprender a distinguir un bolígrafo
de cualquier otro objeto que se le pareciera. Ahora los encuentro apasionantes.
Los fabrican de los más variados aspectos, pero todos albergan cuatro o cinco
elementos en común que los convierten en lo que son. Me enfado mucho cuando se
agota la tinta o simplemente dejan de escribir. Esos momentos son terribles,
pero me lleno de ilusión cuando me traen uno nuevo. Lo miro un segundo ansioso
para disfrutar de ese momento y busco con la mirada desencajada un papel para
lanzarme a escribir, ¿de qué color será la tinta?
Mucho más duro fue aprender a coger el bolígrafo para escribir.
Las manos no obedecían, los dedos se engarrotaban, parecían amontonarse a un
lado, el bolígrafo salía por los aires. Quebré 6 bolígrafos a lo largo de un
mes, manché de tinta 2 batas blancas. Sobre todo era frustrante porque al
principio no entendía para qué servía y sostener el bolígrafo resultaba
doloroso.
Sostener el papel delante de uno, sentarse correctamente,
mantener la postura adecuada para no hacerse daño. La punta del bolígrafo, ese
último átomo apoyado sobre el papel, se convertía en el núcleo de un universo
que dependía de una grandísima disciplina para que se mantuviera girando sin
estallar por los aires.
Aprender a escribir me llevó dos años, pero no fue nada
comparado con la dificultad de entender lo que eran las palabras para escoger
las correctas. Quince años tardé en conseguir acabar mi primera obra escrita. Y
quizás me apresuré. La responsabilidad era enorme. Dediqué diez años a la exploración.
Finalmente escribí
Árbol
Quedé muy orgulloso. Pese a la preparación puedo decir que prácticamente
se escribió sola. La importancia vital de la obra caló en la sociedad a prisa.
Al principio fue, como pueden imaginar, un jarro de agua fría para todos, pero rápidamente
empezó a fluir y a cambiarlo todo según llegaba a más y más sectores. Hoy puedo
decir felizmente, que mi equipo y yo salvamos el mundo una vez más.
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